Familia Blanco González (Madrid)

Rocío vino a casa como la quinta hija de una familia que siempre quiso ser numerosa (pensándolo ahora, no sé si tanto…) Fue un embarazo muy cuidado, estudiado, vigilado, etc. Lo que provocó en mí un aumento de la ansiedad lógica que tenemos todas las mamás hasta que nuestro bebé nace y lo vemos; entonces, le contamos los deditos, le miramos las orejitas, le sacamos parecidos… todas esos controles que hacemos cuando lo tenemos en nuestro regazo los primeros días, para asegurarnos que está todo bien.

Ya hace de ello 27 años, había discrepancia entre los médicos en si iba a alcanzar el líquido amniótico para su desarrollo (se pensaba que era un oligoamnio), por ello me hacían monitorización fetal con estimulación de sonido dos veces por semana para ir viendo las respuesta. Además, ecografías cada quince días para revisar el líquido y ver si llenaba y vaciaba su vejiguita normalmente; su corazón, sus medidas, todo preparado en la clínica donde iba a nacer por si debía ser prematuro para que no hubiese sufrimiento fetal. En definitiva, se hizo el mayor control posible.

Llegó el día, 15 días antes de lo previsto. Rocío se presentó sanísima, con 3.050 kg dispuesta a venir como fuese, ya que mi embarazo fue con un DIU colocado (mi anterior hija Pilar también, yo creo que las niñas, coquetas ellas, les gusta, lo cogen y lo utilizan de pulsera…). Después de tantos avatares las primeras 48 horas de su nacimiento fueron de las más felices de mi vida: estaba bien. No pasó nada. ¡Todo bien!

Yo molestaba con: “mira como pone los dedos al tomar el pecho”; “se estremece en la cuna cuando la dejo o cuando la levanto ¿te diste cuenta?”… o “si la dejo boca arriba…” Y los médicos con su sabiduría fría me decían: “deja ya de investigarla tanto, por favor”. El tercer día se puso un poquito amarilla, por tanto a la lámpara; por ello se postergó el alta para el día siguiente. Yo bajaba a darle el pecho a la sala de cuidados de neonatos, una de las veces hizo una especie de convulsión (la que se llama postura de boxeador) le dije a una enfermera en el momento y la puso inmediatamente con oxígeno…

Ahí empezó como dije yo “la batidora”.

Te metes, sin quererlo, en un bombo donde todo gira y empiezan a surgir estudios, opiniones, médicos, interconsultas, etc. Te parece que la cabeza te va a estallar: ¿el escáner? Bien. ¿El ecocardiograma? Bien. ¿El polisomnográfico? Bien. Rocío estaba en una incubadora con sedación inducida para controlar todos los signos vitales y que no repitiera convulsión alguna y se quedara con poco oxígeno que la comprometiera. Y a cada rato la pregunta era: ¿Qué pasa? Primera respuesta: “Tiene un coloboma bilateral, por eso se estremece, se siente levantada por los aires intempestivamente, porque ella no sabe qué pasa, no sabemos si va a ver bien o siquiera si va a ver”. Vale. Yo pedía a Dios que fuese sólo eso y que su cabecita estuviera bien. Me conformaba pensando: “Hay muchísimas personas ciegas con vida normal…” El pediatra de mi vida, a quien considero muy bueno, el Dr. Julio Cukier, me dijo: “Quiero que la vea un neurólogo conocido antes que la saques de la clínica”. “Vale, lo que haga falta!”. Le respondí confiada. Y la segunda respuesta llegó: “Casi, con 100% de seguridad es un Cornelia de Lange” Sólo habían pasado cuatro días del nacimiento y ya nos estábamos enfrentando en algo raro que nos tocaba vivir.

Hoy, conociendo lo que viven todos aquellos padres y madres que están o estuvieron sin diagnóstico, entiendo que fue saberlo a los cuatro días fue una bendición. Creo que Dios me llevó de la mano con los médicos correctos, con los pasos importantes dados, pero a mí se me derrumbó una montaña sobre la cabeza. Ángel lo llevó inmediatamente mejor que yo. Así como soy, “me puse a las cosas” inmediatamente. Había que explicárselo a los abuelos, tíos, hermanos, amigos. Comenzar a solucionar el día a día. Armarse de un equipo de gente idónea; con estimulación temprana, logopedia, fisioterapia, controles periódicos, seguimientos exhaustivo. Todo el tiempo el corazón en un puño; ella tenía apneas… ¿qué os voy a contar que no sepáis?.

Todo esto que hoy cuento, seguramente tiene mucho en común con la mayoría de vosotros y de los padres que tienen un hijo/a con capacidades diferentes. A mí, de todo, lo que más me costó, fue entender y aceptar lo que vivía, interiorizarlo. Cuando se comienzan a calmar las aguas uno se recobra a sí mismo, trata de recuperar la pareja, los otros hijos. Uno se propone seguir; seguir adelante, remando y remando para poder avanzar todos los días un trecho. A veces se retrocede, pero lo volvemos a intentar nuevamente.

Hoy valoramos tanto el cariño que recibimos de ellos, que sentimos que compensa la frustración que pudimos llegar a sentir alguna vez. Todo lo hacemos por ellos, sí! Ellos son unos grandes luchadores, nosotros no podemos ser menos!

Mi mensaje final es: ¡Se puede! Se puede salir adelante, se puede seguir, se puede volver a reír mucho y fuerte, se les puede disfrutar como a uno más!.

Familia Blanco González (Madrid)